Subo al avión segura de
mí misma, decidida. Estoy preparada para emprender una nueva vida. Localizo mi
asiento y me pongo cómoda. Miro por la ventana sonriendo, absorta en mis
pensamientos.
Por fin he encontrado
mi camino en la vida, sé perfectamente lo que quiero, estoy dispuesta a cumplir
mis sueños, esforzándome al máximo.
Despegamos, y siento
una punzada de tristeza en el corazón, al recordar todo lo que dejaré atrás durante
los próximos meses: mi familia, a la que echaré mucho de menos, la que me ha
dado tanto. Dejaré atrás a mis amigos de la infancia, con quienes compartí los
momentos más divertidos. Dejaré atrás mi colegio, que después de tantos años se
convirtió en mi segunda casa. Dejaré atrás a ese chico con el que nunca
conseguí sincerarme y contarle lo que sentía.
A medida que transcurre
el viaje consigo olvidar el dolor, pensando que en poco tiempo regresaré a
casa, y podré recuperar todo aquello de lo que me despedí al subir a este
avión. Incluso me imagino más valiente y capaz de confesarle todo a él.
Comienzo a soñar
despierta con el lugar al que me dirijo, con mi nueva universidad, mis nuevos
amigos, mi nuevo hogar. ¿Cómo será afrontar un estilo de vida completamente
diferente? ¿Podré cumplir todos mis sueños y alcanzar mis metas? Mientras trato
de encontrar respuestas se me acelera el corazón. De lo que estoy completamente
segura es de que disfrutaré de las pequeñas cosas durante mi camino hacia esas
metas…
Oigo gritos
desgarradores y miro asustada a mi alrededor. Los pasajeros observan aterrados
por las ventanillas, y hago lo mismo. Descubro con horror que estamos demasiado
cerca de unas montañas. Nadie comprende qué está ocurriendo. Las mascarillas
bajan del techo, respiro hondo y cierro los ojos.
Ana Benéitez Eguaras
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